Cerró su teléfono celular con fuerza mientras fruncía los labios en una clara mueca de disgusto. Ya habían pasado tres días, y su padre ni siquiera se había dignado a llamar. Suspiró mientras guardaba el aparato en su bolso y continuaba su camino, rumbo a la clase 1C ubicada en el tercer piso del segundo edificio de la escuela pública.
El maestro ya había empezado su lección pero a Gabrielle Goldman no le importó, sin prestar atención a los retos del maestro, se dirigió a su asiento, y se dejó caer allí lánguidamente. El viejo profesor suspiró, rindiéndose a que la chica lo escuchara, y continuó con su clase. Solamente a Gabrielle podrían dejarle pasar por alto no una, sino varias llegadas tardías a clase, después de todo, era la mejor alumna de toda la escuela, sus notas eran tan altas que había logrado entrar al concurso nacional de “pequeños genios” un concurso muy importante en el que, si Gabrielle ganaba, podría darle un prestigio sobresaliente a la institución. Por eso le aguantaban todo, hasta el mal comportamiento o las impertinencias, con tal de que pasara el examen, todo estaba bien.
Se recostó sobre uno de sus brazos, en una clara posición de dormir. La clase que daba el profesor era un tema ya sabido por ella, por lo que no le interesaba en absoluto. En lugar de eso, prefería recuperar todas las horas perdidas de sueño que su padre le había quitado.
Del otro lado del salón, sin que Gabrielle se diera cuenta, un chico de brillantes ojos azules ocultos tras unos lentes de marco liviano, con el cabello rubio perfectamente peinado, la miraba con mucha curiosidad. No era la primera vez que se fijaba en ella, la chica genio, como solían llamarla todos últimamente. Siempre que la veía la notaba cansada o entristecida, a pesar de toda la atención que recibía y todos los amigos que parecía tener. El chico la miró un segundo más, antes de centrar nuevamente su atención en la explicación, pero con una nueva meta para después de clases: hacer sonreír a Gabrielle Goldman.
La campana sonó y todos se levantaron. Gabrielle tomó rápidamente su bolso, dispuesta a huir de ese lugar, cuando una mano la sujetó fuertemente del brazo, haciendo que se volteara. Allí se encontró con… ¿Cómo era que se llamaba? Allen, Alfred… ¡ah, sí! ¡Albert! Se soltó inmediatamente de su agarre.
– ¿Qué es lo que quieres? – le preguntó con cara de pocos amigos. El chico tan solo sonrió, alegre.
– Hablarte – respondió – pero no aquí, ¿te importaría acompañarme a un lugar? – preguntó amablemente. Si hubiera sido posible, Gabrielle lo hubiera despedazado con los ojos.
– ¡No! Tengo mejores cosas que hacer – respondió mordaz, al tiempo que se daba la vuelta. Albert volvió a tomarla del brazo, y esta vez, Gabrielle no pudo soltarse.
– ¿Cómo qué? ¿Llegar a casa y deprimirte tú solita, como siempre haces aquí en el colegio? No es por ser impertinente, pero si es eso lo que quieres hacer, entonces tu vida es muy aburrid… – pero no pudo terminar la frase, porque un tremendo cachetazo que se hizo escuchar por todo el salón, lo interrumpió, haciendo que varios de sus compañeros que aún no se habían ido, voltearan a ver interesados la escena.
– Para tu información, si estás siendo impertinente – contestó la chica con ácido en sus palabras – no te metas dónde no te llaman, podría costarte caro algún día – le advirtió antes de voltearse y desaparecer tras la puerta. Varios de los alumnos se quedaron mirando a Albert, alternando miradas entre él y la puerta por donde acababa de salir Gabrielle, cuchicheando sobre lo que podría haber pasado.
– Vaya amigo, ¿Qué has hecho para que la chica genio reaccionara de esa forma? Siempre está tan tranquila… – dijo uno de sus amigos, palmeándole el hombro. Albert tan solo sonrió mientras se pasaba una mano por la mejilla, que aún permanecía roja por el cachetazo.
– Nada – contestó con inocencia – pero creo que esto será más divertido de lo que pensaba – comentó en voz baja, más para sí mismo que para su amigo, quien lo miró ya acostumbrado a escucharlo hablar solo.
Gabrielle encendió la computadora, rogando porque su mejor amigo, Dylan Andrews, estuviera conectado. Desde que sus padres lo habían mandado a estudiar a Inglaterra, lo extrañaba mucho, en especial en esos momentos en los que lo necesitaba más, a él y a sus sonrisas que eran capaces de entibiar hasta el más frío de los ambientes. Por suerte, lo encontró conectado en el chat, así que tecleó un rápido “hola” esperando con ansias su respuesta. Después de dos minutos, el chico finalmente respondió, y entonces se sintió con más seguridad para seguir conversando.
Gabrielle: adivina que pasó hoy.
Después de un minuto entero, su amigo contestó:
Dylan: ¿Qué? ¿Tu padre llamó?
Gabrielle lanzó un corto suspiro al leer aquello. Ojalá pensó con tristeza.
Gabrielle: no… aún no… Un guaso de la escuela quiso invitarme a salir, pero en lugar de eso, tan solo terminó insultándome…
Dylan: ¿Qué te dijo?
Gabrielle: pues, cuando lo rechacé, diciéndole que tenía mejores cosas que hacer a salir con un idiota como él, empezó a burlarse de mi vida, diciendo que era muy aburrida si lo único que hacía era deprimirme… como si me conociera.
Dylan: ¿Quieres que lo golpee?
Ante la respuesta de su amigo, Gabrielle no pudo más que reír suavemente.
Gabrielle: aún no, pero en un futuro cercano quizá.
Dylan: de acuerdo, si te vuelve a molestar, avísame, intentaré ponerlo en su lugar.
Gabrielle arqueó una ceja.
Gabrielle: ¿Desde Inglaterra?
Dylan: si es necesario usaré mis súper poderes de tele-transportación o telequinesis para darle una gran jaqueca, tú decide.
Gabrielle: Dylan, no sabes hacer chistes…
Dylan: al menos lo intento… y dime, ¿alguna noticia de tu padre?
Las manos se le congelaron en el teclado. Suspiró pesadamente antes de seguir escribiendo.
Gabrielle: no, creo que nos ha abandonado :(
Dylan: no digas eso, a lo mejor fue a comprar cigarrillos en la esquina y la fila es muy larga, quien sabe…
Gabrielle: Jaja, por cierto, ¿Cómo anda tu vida?
Gabrielle ya no se sentía con ánimos de seguir conversando sobre ese tema. Sabía que Dylan intentaba animarla, pero vamos, sin sus sonrisas ninguno de sus chistes malos lograban hacer un cambio en ella. Dylan se dio cuenta del cambio brusco de tema, por lo que comprendió que su amiga ya no quería seguir conversando sobre aquello. En lugar de eso, decidió contarle sobre las últimas bromas que había gastado en el colegio, sus castigos, y su más reciente novia: Giselle, quien era tan solo otra cara bonita sin cerebro a la que pensaba dejar pronto para ir por otra: Tamara.
La chica tan solo rió por las ocurrencias de su amigo, se preguntaba cuando rayos alguien podría llegar a gustarle de verdad…
Al día siguiente, Gabrielle caminó despreocupada como siempre al salón 1C, completamente ajena a lo que le esperaría esa mañana. Cuando iba a doblar una esquina, unas manos fuertes la sujetaron de la cadera y le taparon la boca para evitar que gritara, llevándola hasta un callejón. Gabrielle estaba aterrada, ¿acaso alguien intentaba violarla? Pero pronto su temor se convirtió en furia al reconocer a quien la había apresado. El chico sonrió con sus blancos dientes, aún reteniéndola contra la pared, mientras Gabrielle intentaba liberarse en vano.
– ¡Déjame ir imbécil! – le ordenó levantando una rodilla, lista para atacarlo en sus partes sensibles, pero Albert fue más rápido y la sujetó antes de que lograra su objetivo. Gabrielle gruñó de frustración.
– Me gustan las chicas con personalidad – dijo Albert mientras acariciaba su pierna de arriba abajo. En ese momento Gabrielle se desesperó e intentó con todas sus fuerzas liberarse, pero no tuvo qué, pues Albert ya la había soltado, aunque no completamente. Aún tenía sujetas sus muñecas – tranquilízate, no voy a hacerte daño, tan solo estaba bromeando – le dijo con voz seria y serena, para que le creyera. Gabrielle dejó de pelear un momento y lo miró con los ojos en rendijas. Al ver que su expresión parecía sincera, suspiró en derrota y Albert la liberó.
– ¿Qué es lo que quieres? – preguntó la chica sobándose las muñecas, mirando al piso. Albert la tomó del mentón, obligándola a mirarlo, y Gabrielle tan solo pudo sorprenderse de lo alto que era, o quizás fuera al revés: ella era demasiado enana. Tan solo medía un metro cincuenta, estaba muy por debajo del promedio, por lo que cualquier persona de estatura normal se veía gigante ante sus ojos.
– Quiero que seamos amigos – contestó a la pregunta antes formulada, y Gabrielle no pudo hacer más que mirarlo con desconfianza.
– ¿Amigos? – preguntó despectivamente – ¿Por qué quieres que seamos amigos?
– Porque de ese modo podré ser más cercano a ti, y así conseguiré hacerte sonreír – contestó seriamente. Gabrielle arqueó una ceja ante su respuesta tan fuera de moda, para finalmente lanzar una corta, aunque muy clara y despectiva, carcajada.
– ¿Hacerme sonreír? Por favor… no estamos en una de esas cursis telenovelas mexicanas, así que déjame en paz – contestó volviendo a escaparse, aunque otra vez, Albert logró sujetarla e impedir que se marchara. Gabrielle bufó.
– Tan solo dame una oportunidad, te apuesto a que te divertirás – le dijo mirándola suplicante. Gabrielle suspiró y terminó asintiendo, si de ese modo la dejaba en paz… – perfecto – dijo Albert dejándola libre – nos vemos en el recreo – se despidió de ella pasando rápidamente a su lado. Gabrielle tan solo se quedó mirando su figura desaparecer tras una esquina, mientras pensaba una y otra vez en el lío en el que se había metido.
Sentía su mirada fija en su espalda. Apretaba con fuerza el lápiz que sostenía en su mano izquierda – pues era zurda – deseando deshacerse de esos estúpidos escalofríos que la recorrían al sentirlo mirándola tan fijamente. Al fin, la campana que anunciaba el recreo sonó, y Gabrielle se levantó lo más rápido que pudo para huir y que aquel chico no la encontrara.
– ¿Adónde crees que vas? – le preguntó tomándola nuevamente de la muñeca. Gabrielle suspiró, y se dejó llevar con él al patio.
Se sentaron bajo un árbol mientras Albert la miraba sin quitarle los ojos de encima. Gabrielle se removía incomoda, no le gustaba para nada su mirada. Dirigió su vista al suelo, jugando con las hojitas de pasto verde que se encontraban medio mojadas aún por el rocío.
– Y bien… – comenzó el chico, llamando la atención de Gabrielle, quien lo miró un tanto molesta – ¿Por qué no me cuentas más de ti? – la chica abrió los ojos con sorpresa, no se esperaba esa pregunta. Se mordió el labio inferior un tanto indecisa, mientras buscaba en su mente algo insignificante para contarle.
– Tengo una tortuga – comentó sin ánimos. Albert sonrió.
– ¿Te gustan los animales? – Gabrielle negó.
– Los odio – contestó de manera cortante – pero adoro a mi tortuga. Se llama Lechuga – comentó con una débil sonrisa. La sonrisa de Albert se amplió.
– ¿De tierra o agua?
– Tierra – respondió rápidamente – solemos dejarla libre en la terraza, para que camine y disfrute del sol. Es divertido darle de comer…
Se calló al darse cuenta de que estaba hablando demasiado. Por suerte, la campana tocó en ese mismo momento, y Gabrielle se apresuró a levantarse e irse a clase sin siquiera dirigirle una mirada a Albert, quien ya planeaba la mejor manera de acercarse más.
Al final de clases, Gabrielle se apresuraba a la salida. Había dejado atrás a Albert y tenía que apurarse para que no la alcanzara. No sabía por qué, pero su presencia la ponía sumamente nerviosa, y no quería tenerlo cerca. Llegó a una esquina, y como ya se le había hecho costumbre, Albert la tomó de la cintura y la apresó con él.
– ¿Cómo demonios hiciste para llegar tan rápido? – preguntó sorprendida. Albert sonrió.
– Tengo mis secretos – le dijo guiñándole un ojo. Gabrielle bajó la vista, avergonzada, pero sacudió la cabeza enseguida, intentando borrar los pensamientos que acababan de surcar su mente. Se liberó y miró al piso, cruzándose de brazos – ¿vamos a pasear? – preguntó el chico tomando la mochila de sus hombros. Gabrielle dio un respingo sorprendida pero no dijo nada, y tan solo lo siguió.
La mayor parte del camino se la pasaron en silencio, Gabrielle se sentía extraña, lo único que hacía era mirar sus manos nerviosamente, sin dirigirle una sola mirada de caridad a Albert, quien como siempre, no hacía más que mirarla atentamente. Llegaron hasta un parque, dónde había varios columpios, toboganes y sube y bajas. Muchos niños jugaban divertidos después de una larga jornada de clases, algunos en el parquecito, y otros al fútbol en los campos cercanos. Los dos se sentaron en un banco, observando cómo los niños se entretenían, mientras sus padres los observaban sentados desde otros bancos cercanos.
– ¿Te gusta este lugar? – preguntó Albert mientras pasaba, disimuladamente, un brazo por encima de los hombros de la chica. Esta se removió incomoda.
– Si… – respondió quitándose sin ninguna delicadeza su brazo. Albert sonrió, divertido.
– Mi abuelo lo hizo – dijo con un poco de orgullo. Gabrielle lo miró sorprendida.
– ¿Tu abuelo? – preguntó extrañada. Albert asintió.
– Sí, mi abuelo. ¿Ves esa estatua de allá? – señaló un busto con la imagen de un hombre sobre un pedestal, en el centro del parque. Gabrielle asintió – ese es mi abuelo. Verás, cuando era más joven, en este lugar, los niños no tenían donde jugar. El parque más cercano queda del otro lado de la ciudad, y ya lo conoces, no es un lugar precisamente en el que los niños puedan jugar seguros – explicó. Gabrielle asintió.
En su pequeña ciudad, tan solo había tres parques. El del lado norte, el oeste y aquel en el que se encontraban. Los dos primeros tan solo eran plazas cuadradas con unas cuantas bancas y arboles esparcidos sin orden ni concierto, muy peligrosos, además, debido a la cantidad de crimen dado en aquellos lugares, en especial de noche. El único parque seguro era ese, dónde los niños podían entretenerse sin ningún tipo de peligro, a la vista de sus padres.
– Bueno – prosiguió, volviendo a llamar la atención de Gabrielle – mi abuelo pensó, entonces, en crear un lugar dónde todos los niños pudieran reunirse, y no tener que preocuparse por si venía alguien a querer hacerles daño. Tenía un terreno, en un lugar muy conveniente de la ciudad, además de grande, así que decidió utilizarlo para crear el parque. Y así nació este lugar, el Parque Ferdinand Bell York, en honor a mi abuelo – sonrió con orgullo – después de que murió construyeron el busto, que hasta ahora sigue aquí – finalizó la historia mirando risueño el lugar que antes había señalado.
Gabrielle se quedó pensativa después de escuchar aquella historia. Lo miró, con un poco de curiosidad.
– No sabía… – dijo sin salir de su asombro. Albert rió.
– No es una historia muy conocida – explicó. Entonces ambos se quedaron hundidos en un silencio, que no tenía nada que ver con el anterior. Esta vez era cómodo, y bastante acogedor. Gabrielle cerró los ojos, pensando en que quizás, no había sido tan mala idea hacerse amiga de Albert.
Se había puesto un gorro que cubría por completo su cabeza. No deseaba que nadie la mirara, en especial después de lo que había hecho el día anterior. Maldito sea aquel niño, ¿Cómo se había atrevido…?
– ¡Hey, hola! – la saludó con ánimos Albert, sorprendiéndola. Volteó rápidamente, para mirarlo con cara de susto. Con una mano sujetaba con mayor fuerza su gorro, y con la otra cubría su pecho, midiendo sus apresurados latidos.
– ¡Idiota! ¿Por qué tienes que asustarme así? – le preguntó golpeándolo en el hombro. Él alzó ambas cejas, sin hacer caso del golpe, al mirar su gorro.
– ¿Por qué llevas esto? – le preguntó intentando quitárselo, pero ella apartó su mano de un manotazo.
– ¡No te importa! – le gritó, dirigiéndose a la clase lo más rápido que podía. Se sentó, cubriendo por completo su rostro entre sus brazos. Sus compañeros y profesor la miraron curiosos por el gorro que estaba usando, pero nadie comentó nada, después de todo, era la chica genio, ¿Qué podrían decirle?
Albert se quedó mirando con curiosidad a la chica enfurruñada en su asiento. A la hora del recreo, se acercó a ella, y sin que pudiera evitarlo, le quitó el gorro, dejando ver que su largo y lacio cabello rubio había sido cortado hasta el punto de ser tan corto, como el de un chico. Gabrielle lo miró atónita, y tan solo logró recuperar el gorro y ponérselo nuevamente, mirar a ambos lados para verificar que nadie lo había visto, y tomarlo del brazo, completamente colérica.
– ¿Qué demonios te pasa? – le preguntó a voz en grito – ¡alguien podría haberme visto! ¿Eres tarado o qué? – lo miraba con rabia, sin embargo, el chico se encontraba tranquilo, y totalmente calmado, le preguntó:
– ¿Qué le pasó a tu cabello? – Gabrielle tuvo ganas de gritar, ¡qué chico tan molesto!
– ¡Me lo corté! ¿Qué, eres tarado, que no te das cuenta? – preguntó despectivamente. El chico frunció el ceño.
– No, y claro que me doy cuenta, tan solo preguntaba, ¿Por qué te lo cortaste? – siguió interrogando calmado. Gabrielle suspiró, sabiendo que su comportamiento no los llevaría a ningún lado. Una vez tranquila, le contestó:
– Ayer estaba volviendo a casa, y a un niño idiota se le ocurrió que sería divertido ponerme chicle en el cabello. Estaba tan pegado y enredado, que no me quedó de otra que cortármelo – dijo apenada, mirando al piso.
– Hm, ya veo – Albert miró por encima de su cabeza un momento, para luego dirigir su mirada a ella otra vez – me gustaba tu pelo largo – confesó. Aquello hizo que Gabrielle se sintiera más triste, sin saber porqué – pero me gusta más ahora. El pelo corto de verdad resalta tus facciones – siguió, sorprendiendo a la chica, quien levantó la cabeza, con ojos esperanzados.
– ¿De verdad? – preguntó intentando ocultar la emoción. Albert asintió, sonriendo.
– ¿Puedo ir a tu casa? – preguntó, sin más, cortando de una el buen momento. Gabrielle lo miró como si se hubiera vuelto loco.
– ¿Por qué? – preguntó de verdad curiosa. Albert se encogió de hombros.
– No lo sé, ¿puedo? – volvió a preguntar, y Gabrielle sintió como si fuera otra persona cuando terminó asintiendo.
Vivía en un apartamento en el centro de la ciudad. Eran las tres de la tarde y las calles se encontraban desiertas, pues todos estaban en sus trabajos en ese momento. Lo dejó pasar con un poco de nerviosismo. Albert miró con mucha curiosidad cada parte del apartamento. No era muy grande, a lo sumo podían vivir tres personas: un matrimonio y su hija.
– ¿Eres hija única? – preguntó al llegar a la sala. Gabrielle asintió.
– ¿Quieres ver a Lechuga? – preguntó emocionada. Albert asintió y Gabrielle se dirigió rápidamente a la habitación de su madre, que era donde ponían a dormir a Lechuga hasta que llegara del colegio.
Albert se concentró en mirar con mucha curiosidad las fotografías y retratos que adornaban las paredes. Casi todas eran de Gabrielle sola o acompañada por sus padres, a veces salía con un niño rubio, quien Albert suponía debía ser su primo o algún amigo suyo, y con otros más pequeños, que se parecían más a ella. Ellos sí deberían ser sus parientes. Tan concentrado estaba que no pudo evitar dar un salto al escuchar un montón de objetos caerse al suelo, e impulsado por una fuerza invisible, se dirigió hacia donde estaba Gabrielle.
– ¡Gabrielle! ¿Qué sucede...? – no pudo terminar su frase, pues Gabrielle se encontraba parada en medio de la habitación, con un papel en las manos, temblando de pies a cabeza. Una caja llena de documentos y otras joyas se encontraban en el piso, desparramadas, objeto que de seguro había sido el causante del ruido – ¿Qué pasó? – preguntó él acercándose a ella con cuidado. Los ojos de Gabrielle se encontraban sombríos, sin vida, y tan solo emitió una leve sonrisa de amargura antes de agacharse a recoger las cosas.
– Ahora comprendo porque mi padre había desaparecido – comentó en un susurro. Albert frunció el ceño, sin comprender, hasta que decidió tomar el papel que segundos antes sujetaba Gabrielle. Sus ojos se abrieron con sorpresa al verlo. Era una orden de divorcio. No pudo evitar mirar con pena a la chica quien, agachada, utilizaba todas las fuerzas que tenía para no llorar. Se agachó a ayudarla, sin decir ni una palabra, y al terminar, continuaron en silencio, por el resto de la tarde.
Al anochecer, Albert había decidido que era hora de volver a casa.
– ¿Estarás bien? – le preguntó preocupado. La chica asintió, con la mirada baja.
– Sí, mi madre no vendrá hasta dentro de unas horas, pero está bien, necesito tiempo para pensar que le diré – contestó sin muchos ánimos. En lugar de despedirse, Albert se quedó allí, mirándola. Suspiró, logrando que Gabrielle levantara la cabeza.
– Quizás no sea el momento, ni el lugar, pero… – se quedó callado un momento más, sopesando lo que iba a decir – te quiero – confesó de pronto, logrando que Gabrielle abriera los ojos sorprendida – ¡no tienes que responderme ahora! – se apresuró a explicar al ver que la chica abría la boca para replicarle – tan solo quería decírtelo – comentó con la mirada baja – bueno, nos vemos mañana – terminó de decir, volteándose y alejándose, sin que Gabrielle pudiera salir de su asombro.
Más de una semana había pasado desde la confesión de Albert, y Gabrielle aún no podía salir de su asombro. Aún sentía su mirada fija en ella, pero no podía hacer más que encogerse en su asiento y cerrar los ojos, mientras sentía un montón de mariposas jugando en su estomago, dándole ganas de vomitar. No había hablado con él en todo ese tiempo, no se sentía capaz, cada vez que lo veía cerca, le daban ganas de huir y encerrarse en su cuarto. Había tenido tanto efecto en ella, que hasta se había olvidado de todo lo que pensaba decirle a su madre por no contarle lo del divorcio. Tan solo lo había aceptado sin más.
Le había contado la situación a Dylan, él le dijo que pusiera en perspectiva sus sentimientos, ¿de verdad le gustaba? Entonces debería responderle rápido antes de que se aburriera de esperar. Pero ese era el problema, no se atrevía, además que ni siquiera sabía cómo se sentía.
No sabía cuáles eran sus sentimientos hacia él, ¿podría haberse enamorado? Lo dudaba, entonces, ¿Qué eran esas mariposas que sentía cada vez que lo miraba a los ojos? ¿O la necesidad de estar a su lado cada vez que podía? Sus notas habían bajado. Su madre había atribuido eso al shock de enterarse del divorcio, por lo que les pedía paciencia a sus profesores, aunque en realidad eso no tuviera nada que ver. La verdad era que no podía dejar de pensar un solo momento en Albert y lo que le respondería. Era eso lo que ocupaba la mayor parte de sus pensamientos.
La campana de la salida anunció el final de clases, y Gabrielle suspiró aliviada porque otra jornada hubiera terminado, al fin. Se levantó, dispuesta a irse, justo cuando alguien la tomó del hombro. Era Albert. Gabrielle sintió como la sangre huía de su rostro. Aún no estaba preparada para enfrentarlo.
– Gabrielle – le dijo con la voz un poco ansiosa – necesito que me respondas ya, no puedo seguir esperando, yo… – pero Gabrielle no lo dejó terminar, se deshizo de su agarre y corrió a la salida, no sin antes gritarle:
– ¡No siento nada por ti! ¡Ya, déjame en paz! – abrió los ojos con sorpresa al darse cuenta de sus propias palabras, no era lo que planeaba, pero más que nada, se sorprendió de la naturalidad con la que lo había dicho, como si realmente lo sintiera. Tan solo pudo ver a Albert con la mirada decaída, pero dedicándole una última sonrisa triste.
– Ya veo, perdón por haberte molestado – le dijo, pasando a su lado. Gabrielle ni siquiera se sintió capaz de seguirlo e intentar explicar las cosas. Aún estaba choqueada por lo que acababa de decir.
El lunes de la semana siguiente no apareció, tampoco lo hizo el martes ni el miércoles. Cuando el jueves había vuelto a faltar, Gabrielle decidió preguntar a uno de sus compañeros donde quedaba su casa, para ir a visitarlo. Se sentía mal, y necesitaba enmendar lo que había dicho sino no se sentiría en paz consigo misma.
– Esta es su dirección – el amigo de Albert le tendió un papelito donde la había anotado – pero, ¿para qué quieres ir a su casa? – preguntó realmente extrañado. Gabrielle no comprendió su expresión.
– Asuntos personales – se limitó a decir, antes de acomodarse de nuevo la mochila y salir sin decir nada más.
La casa de Albert no era muy grande, tan solo un pequeño edificio de ladrillos blancos, separado de la calle por una reja color granate. La casa estaba bastante cerca del parque en el que habían pasado la tarde en la que por primera vez hablaron. Parecía que habían pasado años desde entonces. Tocó el timbre y esperó, jugando con sus manos nerviosamente. No estaba segura que le diría, pero no se preocuparía en ese instante, sino cuando lo tuviera cara a cara.
Los minutos pasaron y nadie atendió. Volvió a tocar el timbre una y otra vez pero nadie salía. Con el corazón decepcionado, decidió probar suerte al día siguiente.
– ¿Buscas a la familia Bell, querida? – preguntó una voz tras ella. Volteó para encontrarse con una mujer mayor, quien tenía un loro en su hombro derecho y una bolsa de verduras en la mano izquierda. Gabrielle asintió – la familia Bell ya no vive aquí – contestó, logrando que a Gabrielle se le cortara la respiración.
– ¿Qué acaba de decir? – preguntó incrédula. La anciana la miró con ojos en rendijas.
– Que la familia Bell ya no vive aquí, se mudaron el pasado sábado, a San Francisco – respondió un poco desconfiada – ¿Qué no lo sabías? – preguntó lo obvio. Pero Gabrielle no respondió, en lugar de eso se quedó de piedra, mirando a la anciana sin realmente verla. Se había mudado, ya no estaba allí…
Sin pensarlo mucho, se trepó lo más rápido que pudo por la reja, y a pesar de los gritos de la anciana, rompió con una piedra que encontró el picaporte de la puerta. Necesitaba entrar para de ese modo verificar con sus propios ojos que lo que la anciana le había dicho era mentira. Una cruel mentira. Pero no fue así. Ellos ya no estaban allí. Lo sabía porque no solo la sala, sino también, todos los demás salones, a medida que iba revisando la casa con desesperación, estaban vacíos. Miró cuarto por cuarto, habitación por habitación, pero era un caso perdido. No encontraría nada que le demostrara que lo que estaba viviendo era mentira.
Sus ojos picaban, quería llorar, pero no se lo permitiría allí, ni en ese momento. Entonces ya no pudo más, y corrió. Se encontró de nuevo con la anciana, quien le lanzaba miles de improperios y gritos, pero sin detenerse siquiera a escucharla o explicarse, siguió corriendo, hasta llegar al parque. Buscó con los ojos el banco donde se habían sentado la última vez que estuvieron allí, y tan solo cuando lo encontró y se sentó, se permitió llorar.
Ahora comprendía porque el amigo de Albert había lucido tan extrañado cuando le había pedido la dirección, o porqué Albert le había pedido una respuesta ese viernes. Lo que no comprendía, era como había podido irse sin despedirse, dejándola sola allí, aún sin saber que era lo que sentía por él. O por qué demonios había creído con tanta facilidad lo que le había dicho, ¿no le había confesado que la quería? Entonces debería tener más fe en ella.
– No es que estuviera enamorada de ti, idiota – lloriqueó al viento – pero al menos me hubieras dado la oportunidad de corregirme... – las lágrimas no parecían querer parar, pero ella no hacía nada por detenerlas – ¡te odio! – gritó, esta vez más fuerte, sin importarle lo que las demás personas que pudieran estar por los alrededores pensaran de ella – te odio… – volvió a repetir.
Y así, a medida que el atardecer iba apareciendo para darle fin a otro día, Gabrielle continuó llorando, por todo lo que no había podido decir y lo que le hubiera encantado hacer, todo por aquel primer amor perdido.
***
Un pequeño regalo por todo este tiempo que no he podido publicar... conste que acabo de terminarlo y aún está en proceso de corrección, así que si encuentran algún error ortográfico o gramatical, no duden avisarme en un comentario aquí o en mi historia.
Bueno, como se darán cuenta, la personalidad de Gabrielle era muy distinta a la que tiene hoy en día, este es prácticamente el momento en el que su personalidad da un giro de 180° debido a la desilusión, o sea, un momento muy importante de su vida. No he quedado muy conforme con el resultado, siento que me he tragado cosas importantes o explicaciones, y el final, tampoco me convence, ya veré de mejorarlo.
Ok, ya saben, si les gustó pues... me pone muy feliz, y espero que hayan disfrutado de su regalo. Nos vemos el próximo domingo!!!